El periodismo está herido. Ha sido golpeado constantemente por un Estado que no tiene interés en que la prensa sea robusta, independiente, crítica y sea protegida. Ha sido silenciado por la violencia del crimen organizado, amenazado por el exilio, desarmado por la precarización, deslegitimado por el poder. También ha sido abandonado por audiencias que quieren consumir aquello que confirme sus sesgos; nada que incomode, nada que replantee sus posturas políticas, nada que comprometa a sus héroes personales.
Ha sido golpeado por el desprestigio de aquellos que no han sabido honrarlo, cumpliendo con los estándares mínimos: rigor, equilibrio, contraste, investigación, verificación y que, al contrario, lo han convertido en una competencia de likes, en un show de bajo presupuesto, destinado a complacer al financista de turno, al poder de turno, al ego propio. No es posible una democracia sin un periodismo independiente, crítico, comprometido y riguroso.
Para eso, se necesita que los periodistas puedan ejercerlo sin que los poderes los amenacen, los deslegitimen, los silencien, los amedrenten, los presionen. Y esas presiones no siempre son evidentes ni directas ni de frente; muchas veces se hacen con llamadas a los dueños de los medios para exigir despidos a los periodistas incómodos; o con campañas de deslegitimación bien armadas para arrinconar aquellas voces incómodas. Las presiones también vienen de las condiciones precarias en las que el oficio se ejerce: periodistas impagos, sin posibilidad de acceder al sistema de salud, sin aportaciones a la Seguridad Social, sin pago de horas extra, sin posibilidad de una jubilación decente. ¿Cómo se ejerce el periodismo así?
Pero no es el único peligro para la democracia. El periodismo complaciente también lo es. Aquel periodismo que se vende con facilidad al mejor postor, aquel que es capaz de comprometer los valores periodísticos para ñañearse con los poderes —sea el crimen organizado, sean los funcionarios públicos o los políticos, sean las empresas inescrupulosas— le hace un daño irreversible a la democracia y a la libertad de expresión. Hay que exigir las garantías necesarias para poder ejercer sin riesgos, porque de un ejercicio transparente y riguroso depende la posibilidad de los ciudadanos de estar informados, de conocer aquello que los poderes pretenden ocultar, de construir miradas críticas. Pero también hay que ser autocríticos. Hay que perder el miedo a abrir las heridas que han dejado años de precarización, persecución, amedrentamiento y deslegitimación para hacernos preguntas que nos permitan, casa dentro, adaptarnos a las nuevas audiencias, ofrecer mejores contenidos, tomar distancia de nuestras pasiones personales, mantener la autocrítica. Es legítimo que las audiencias nos exijan mejorar, transparentar el financiamiento y que exijan un periodismo de calidad, pero eso también pasa por la responsabilidad de las audiencias para financiarlo y protegerlo.
Eso implica no solamente querer que existan los medios que son un eco de nuestros pensamientos, sino también aquellos que ofrecen miradas contrapuestas a las nuestras. Pasa también por tener equipos diversos; más mujeres en puestos de liderazgo en los medios y políticas claras para que puedan ejercerlo; lucha contundente contra el acoso sexual en las redacciones, la violencia digital y políticas de protección a los periodistas. Lastimosamente, nada de eso está ocurriendo. El periodismo está golpeado y sus heridas son también heridas de la sociedad entera. Un periodismo que se siente desprotegido, un periodismo que sabe que la muerte de los suyos quedará impune, un periodismo que no se sabe apreciado, está destinado a morir. El peligro es que con su muerte, muere también la democracia. ¿Eso queremos? Que el Día Mundial de la Libertad de Prensa nos recuerda que esa libertad no puede ser solamente una bonita retórica, un lugar común, un poema; debe ser un compromiso de toda la sociedad para construir un periodismo sólido, riguroso, transparente y de calidad.